Por Maureén Maya*
El acuerdo provisional logrado a mediados de agosto entre el gobierno colombiano y las comunidades indígenas del departamento del Cauca no logró modificar un escenario interno en el que los pueblos son los grandes perjudicados, desde hace unos 40 años. La región muestra la ferocidad de la guerra colombiana: muertos, heridos, decenas de familias desplazadas, significativo incremento en los combates entre ejército y guerrilla y nuevos casos de ejecuciones extrajudiciales de pobladores de la zona. Los pueblos indígenas exigen al Gobierno nacional y a los actores armados que los excluyan de la guerra, que peleen su guerra fuera de sus sitios sagrados. El presidente Santos aclaró que no desmilitarizará la zona y envió unos 28.000 militares.
El presidente Juan Manuel Santos reiteró que no habrá desmilitarización en el Departamento del Cauca, en el suroccidente del país. Aclaró que su Gobierno no considera a los aborígenes de la región como guerrilleros y pidió perdón por los daños ocasionados a “sus derechos humanos, de los indígenas”, pero no satisfizo los reclamos de los cauqueños. La respuesta del mandatario llegó como parte de un acuerdo provisional, firmado a mediados de agosto, tras varias semanas de protestas de los pueblos de la zona. Las comunidades reclaman la pacificación de la región y denuncian que son víctimas de la violencia armada, que incluye al Ejército colombiano, guerrilla, paramilitares y narcotraficantes.
Según el acuerdo, se instalarán cuatro "mesas integrales" de diálogo, integradas por delegados del Gobierno, ministros y representantes indígenas, para abordar cuatro ejes: construcción de paz; autonomía territorial; Gobierno y autonomía indígena; y desarrollo de derechos económicos, culturales y sociales de los pueblos aborígenes.
La Constitución de Colombia establece que la mayor parte de estas tierras son una reserva indígena. Pero las comunidades originarias denunciaron que en los últimos 8 meses se han asesinado 54 nativos en todo el país, de los cuales 17 se concentran en el Cauca. Además, reclaman que no se construyan bases militares en la región. Feliciano Valencia, líder indígena, expresó que los soldados y policías del Cauca "no controlan el territorio y no representan seguridad" para las comunidades de la región.
La reafirmación del plan militarista para el Cauca por parte del presidente Santos coincidió con un recrudecimiento de la violencia en la región del suroccidente colombiano. A mediados de agosto, el gobernador del Cauca, Temístocles Ortega, informó que unos hombres que se movilizaban en una moto dispararon contra tres indígenas en el municipio de Caloto, dejando un muerto y dos heridos. Un día después, fueron encontrados los cuerpos de dos jóvenes indígenas, de 17 años, en la zona montañosa de Florida, Valle del Cauca. Uno de ellos era hijo de Efrén Tombé Quitumbo, gobernador del cabildo indígena. En otro de los golpes más duros propinados contra los pueblos indígenas del Cauca, el 13 de agosto, milicianos de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) mataron de tres disparos en la cabeza al médico y guía espiritual del pueblo Nasa, Lisandro Tenorio, de 74 años. El asesinato del abuelo dejó heridos el alma y la resistencia digna de su pueblo.
A los hechos de violencia, que no son nuevos en el departamento, se suman otros factores de disputa y desestabilización social y política: narcotráfico, mega proyectos mineros, arbitrarias concesiones mineras en territorio ancestral y abandono estatal. Además, la instalación inconsulta de un batallón de Alta Montaña en territorio sagrado de los pueblos indígenas incumple lo establecido en el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT).
Las sistemáticas violaciones a los derechos Humanos y al Derecho Internacional Humanitario (DIH), el tradicional feudalismo colonial y una histórica práctica de inequidades y esclavitud, son parte del contexto en el que se produce esta escalada violenta. La disputa de base es territorial.
Detonante
La reacción pacifista de los pueblos indígenas se remonta al pasado 6 julio, cuando se produjeron varios episodios de violencia en el departamento del Cauca. La guerrilla de las Farc atacó la estación de policía de Toribio, ubicada en medio de las casas de la población civil. Los combates se mantuvieron cuatro días consecutivos, hasta que explotó un tatuco (granadas de fabricación casera) en las instalaciones del Centro de Salud de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (Acin). Como resultado, 14 personas fueron heridas, 40 casas afectadas y 800 personas, entre adultos y niños, se desplazaron. Ese mismo día, en el municipio de Miranda se registraron combates entre la fuerza pública y las Farc; mientras que una explosión provocó la muerte de un menor de edad y heridas a tres personas.
Una semana después de estos hechos, las comunidades de los resguardos San Francisco, Tacueyo y Toribio emprendieron una marcha pacífica para rechazar el conflicto y rendir un homenaje a las víctimas de una “chiva bomba” (autobús cargado de explosivos) que había explotado un año antes, dejando 3 muertos, más de 100 heridas y 187 viviendas destruidas.
Los comuneros decidieron, entonces, en Asamblea Permanente, que era tiempo de actuar enérgicamente y expulsar de su territorio a los grupos armados. Cansados de asumir los costos de una guerra ajena, resolvieron marchar para exigir a las fuerzas –legales e ilegales- el inmediato retiro de las tropas.
Cerca de 1.000 indígenas, de los pueblos nasas y paeces, acudieron a la base militar que se ubica en el Cerro Berlín, para exigir al Ejército el retiro inmediato de su territorio. Luego, marcharon hacia el sitio donde se ubica la guerrilla para plantear la misma exigencia. Pero ante la negativa de abandonar la zona, los indígenas destruyeron el campamento y capturaron a cuatro guerrilleros, tres adultos y un niño, a quienes condenaron a recibir como castigo 30 fuetazos (latigazos) a cada adulto y 10 al menor de edad.
La respuesta negativa del ejército al pedido de los pobladores, llevó a que la Guardia Indígena, envestida con sus bastones de mando y con el respaldo de las comunidades de la región, se desplazara para expulsar a los soldados por sus propios medios. Los uniformados fueron sacados a empellones en medio de fuertes disturbios. Esta grave situación enfrentó al Gobierno a uno de los temas más difíciles de resolver dentro del conflicto armado: la presencia militar en territorio propiedad de las minorías étnicas que, según la Corte Constitucional, deben ser preservadas.
Guerra ajena
Los pueblos indígenas han sido enfáticos en sus exigencias planteadas al Gobierno nacional y a los actores armados: que los excluyan de la guerra, que peleen su guerra en otra parte, fuera de sus sitios sagrados. Este ha sido su pedido, no atendido, desde hace más de 40 años.
La Fuerza Pública insiste en que es su presencia en una las regiones con mayor actividad guerrillera forma parte de su autoridad legalmente constituida. Además, acusan a los indígenas de tener vínculos con la insurgencia. El general Jorge Jerez, comandante de la Fuerza de Tarea Conjunta Apolo, declaró a la prensa que la ofensiva indígena no es pacífica: “mis soldados no sólo están resistiendo los maltratos de los indígenas que hoy entraron y nos quemaron los víveres, sino también soportan los hostigamientos de los guerrilleros que atacan desde la parte alta”.
Los medios masivos de comunicación mostraron imágenes en las que se observa a los indígenas lanzando los víveres de los soldados, rodeándolos y exigiéndoles su inmediato retiro, incluso alzando a uno de ellos. Pero no se aprecia la agresión con machetes o caucheras (hondas, resorteras). En una imagen que conmocionó a la sociedad colombiana se observó a un soldado de apellido García llorando amargamente de indignación e impotencia; pero pocos medios transmitieron imágenes en las se aprecia a los soldados disparando al aire o a un indígena forcejeando, tratando de quitarle el fusil a uno de ellos, o los rostros demacrados de los indígenas llorando el asesinato de sus seres queridos. No hubo entrevistas a las familias de las víctimas, ni un recuento de sus historias truncas, nada que permitiera al ciudadano acercarse emocionalmente a los hechos; sólo unos cadáveres cubiertos con sábanas blancas.
A través de los medios alternativos, se supo que de los 70 soldados que ocupaban la base, sólo cinco se resistieron al desalojo. Cuando empezaron a tomar sus armas y a disparar al aire, la comunidad indígena trató de negociar su salida: tres de ellos aceptaron marcharse, mientras que otros dos, entre los cuales se encontraría García, se resistieron diciendo que los tenían que sacar cargados (alzados). Y así procedieron los indígenas. La orden de Luis Acosta, coordinador de la Guardia Indígena fue: "no agredan a los militares; ayuden a recoger sus cosas. No hay que dejarse provocar ni ocasionar desórdenes".
Desde aquellos días, los indígenas han desmantelado varios campamentos guerrilleros; quemaron dragas de minería clandestina y laboratorios de cocaína; y también han desmontado trincheras de la policía contrainsurgente, ubicadas cerca a sus viviendas.
Un día después de la expulsión de los soldados, los militares regresaron acompañados por el Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) para sacar por la fuerza a los indígenas que habían retomado su territorio. Como resultado de esta incursión, 23 nativos fueron heridos y se reportó un desaparecido en inmediaciones del cerro de Toribio.
El general Jerez, solicitó refuerzos al Gobierno Nacional: “pedimos el apoyo directo del Gobierno, el Ejército ha sido sobrepasado por estas personas. Hay más de 1.000 indígenas y unos 200 soldados, que además no tienen recursos porque les cortaron las fuentes de agua”.
De inmediato, el Comando Conjunto de Suroccidente, con más de 28 mil integrantes de la Fuerza Pública, fue enviado al departamento del Cauca. El presidente Juan Manuel Santos afirmó que esa fuerza era para combatir a los grupos ilegales.
Manonegra
El nuevo comando, integrado por las tropas de la Tercera División del Ejército, comandos especiales de la Fuerza Aérea y la Armada Nacional y bajo la jefatura del general Jorge Alberto Segura Manonegra, servirá, según declaró el ministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón, para seguir enfrentando en los departamentos del Valle, Cauca y Nariño a los grupos terroristas y organizaciones criminales, con mejores medios y más recursos disponibles.
Mientras aumentaba la presencia de la fuerza pública en el departamento, se creaba una Comisión de Alto Nivel del Gobierno Nacional en el municipio de Santander de Quilichao para adelantar diálogos con la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca-ACIN y el Consejo Regional Indígena del Cauca-CRIC. Al mismo tiempo que se movilizaban fuerzas de ultraderecha de la región para exigir la salida de los indígenas del Cauca y vitorear al expresidente Álvaro Uribe Vélez, diversos colectivos sociales en todo el país, unidos a la academia, empezaron a plantear la necesidad de impulsar un Pacto social, capaz de sustraernos de manera definitiva de la guerra, y de propiciar un mejor clima para proponer una paz firme y duradera, concertada en Colombia.
Aunque suene contradictorio, podría ser, que en este ambiente de polarización política y de violencia extrema, se empiecen a gestar importantes avances -desde el reconocimiento de las causas sociales, económicas y políticas que contribuyen a perpetuar la guerra- para propiciar un diálogo de paz que involucre a todos los actores armados y a la sociedad civil. En el Cauca, región inmersa en el conflicto, podría, en efecto, nacer una firme esperanza de paz para Colombia.
*periodista colombiana
No hay comentarios:
Publicar un comentario